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La seguridad alimentaria y el cambio climático en el contexto del COVID-19

Por: FUNIDES | 19 mayo, 2020

El mundo enfrenta una nueva amenaza para la seguridad alimentaria y nutricional, debido a que la nueva enfermedad generada por el virus zoonótico SARS-CoV-2 (COVID-19), declarada pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS), está teniendo profundas consecuencias en términos sanitarios, sociales y económicos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), alerta que ya está generando repercusiones en los sistemas alimentarios del mundo, por la interrupción de la producción agrícola y de las rutas de suministro de alimentos, amenazando a los países más vulnerables con un incremento del hambre y la pobreza (FAO, 2020a).

El reciente Informe Global sobre Crisis Alimentarias 2020[1] (GRFC, por sus siglas en inglés) de la Red de Información de Seguridad Alimentaria (FSIN, por sus siglas en inglés), estima que en este 2020, aumentará considerablemente el número de personas con inseguridad alimentaria y nutricional aguda[2]  (IPC/CH Fase 3 o superior)[3], con respecto a los 135 millones[4] en 55 países (16 por ciento de la población mundial) que ya padecían esta situación en 2019. Esto significa que se encontraban en una situación extrema dentro del espectro del hambre debido a conmociones o crisis preexistentes, que ahora, en el contexto del COVID-19, podría profundizarse aún más y aumentar su grado de vulnerabilidad (FSIN, 2020).

Sin embargo, los efectos de esta pandemia sobre los sistemas alimentarios del mundo en el corto plazo, no debería distraernos de la crisis climática, que permanecerá con nosotros por mucho más tiempo y con impactos catastróficos aún mayores. Según Roubini (2020), los fenómenos climáticos, llevan mucho tiempo dejando a la deriva diversos riesgos socioeconómicos y ambientales, y a medida que se suman los riesgos generados por el COVID-19 a diferentes escalas, podrían desencadenarse consecuencias devastadoras sobre los sistemas alimentarios. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) (2020a), advierte que la atención dirigida al combate de la enfermedad, no debe desviar la necesidad de combatir el cambio climático, que, según el informe de la FSIN (2020), fue uno de los factores claves[5] que impulsó a 34 millones de personas a la inseguridad alimentaria en 2019.

Un ejemplo reciente de vulnerabilidad ante el cambio climático, son los brotes[6] de langostas del desierto (Schistocerca gregaria)[7] que están afectando a ocho países de las regiones del Este y Oriente de África. Las insólitas convergencias de fenómenos climáticos en los últimos dos años[8], crearon las condiciones que favorecieron la proliferación de estos enjambres. Según análisis actuales de la Clasificación Integrada de la Fase de Seguridad Alimentaria (IPC, 2020); Sudán, Etiopía, Sudán del Sur, Kenia, Somalia, Tanzania y Uganda «todos señalados en el informe de crisis alimentarias por la FSIN (2020)» se enfrentan a las peores infestaciones de langostas en los últimos diez años. Esto amenaza con agudizar el combate de la inseguridad alimentaria y nutricional en estos países, que ya cuentan con más de 19 millones de personas al borde de ella.

En el escenario actual, el cambio climático y el COVID-19, deben manejarse en conjunto, porque son dos amenazas que se encuentran estrechamente relacionadas. El uso intensivo de la tierra, los monocultivos, la deforestación y la sobreexplotación de los recursos naturales, son factores directos que aceleran el cambio climático, sin embargo, conducen entre otras tantas consecuencias, al desequilibrio de los ecosistemas y la reducción de los hábitats naturales. Esto último, provoca que especies silvestres, ahora vivan más cerca entre ellas y con los humanos, elevando el riesgo potencial de que los virus que estas especies portan naturalmente, encuentren un nuevo huésped. Algunos científicos consideran que pudo haber sucedido con el COVID-19[9] y otras tantas epidemias zoonóticas recurrentes de los últimos años.[10]

Siguiendo esta misma tendencia, los fenómenos climáticos, los nuevos esquemas de plagas «como la langosta del desierto» y las pandemias, generan un círculo vicioso que tendrá impactos cada vez más frecuentes, severos y costosos, especialmente en los países más vulnerables. El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA) (2020), advierte que podría casi duplicarse el número de personas que padecen inseguridad alimentaria en todo el mundo, previendo que la conjugación de estos riesgos expondrá a 265 millones de personas a la inseguridad alimentaria aguda o superior en 2020.

El informe de la FSIN (2020), indica que diez países sobresalen por su particular riesgo y vulnerabilidad (gráfico 1), en torno al aumento de la inseguridad alimentaria y nutricional. Estos países poseen la mayor cantidad de personas con inseguridad alimentaria, y han albergado las peores crisis alimentarias en años pasados. En este grupo sobresalen dos países de la región, Haití y Venezuela, y el resto está conformado en su mayoría por países del corazón Asiático y países Africanos del Este y Oriente Medio.

Por otro lado, dentro del grupo de 55 de países con crisis alimentarias señalados por el informe de la FSIN (2020), también figuran cuatro países del corredor seco de América Central, El Salvador, Honduras, Guatemala y Nicaragua (gráfico 2). Antes de la pandemia, al igual que ocurre actualmente con los países del Este y Oriente de África con la langosta del desierto, estos ya habían sufrido los efectos de los fenómenos derivados del cambio climático, esta vez manifestado en severas sequías, que dejaron a 3.2 millones de personas con inseguridad alimentaria en 2019 (FSIN, 2020). A pesar de que en Nicaragua se ha reducido sustancialmente la brecha de acceso y disponibilidad alimentos, y han mejorado sus indicadores nutricionales en los últimos diez años (PMA, 2019), aún existen 0.08 millones personas con inseguridad alimentaria aguda o peor (IPC/CH Fase 3 o superior), que corresponde a 13 personas por cada mil (FSIN, 2020).

Históricamente, Nicaragua ha sido un país extremadamente vulnerable a diversos riesgos ambientales y socioeconómicos, que tienen consecuencias directas en los sistemas alimentarios. Según el Índice de Riesgo Climático Global a largo plazo (Germanwatch, 2019), Nicaragua ocupa el 6to lugar entre los países más afectados por eventos climáticos extremos entre 1998 y 2017, y aunque en el reciente informe (Germanwatch, 2020), figura en la 38va posición, este período de observación (1999-2018) excluye los efectos del huracán Mitch[11] en 1998, que, según la ONG, Acción Contra el Hambre (AAH, por sus siglas en inglés), había dejado entre muchos impactos directos, a más de 107 mil personas con situación de inseguridad alimentaria en el país (AAH, 2001).

La tendente disminución del rendimiento agrícola, irregularidad de las condiciones agrometeorológicas y degradación de los recursos de producción, son también consecuencias del cambio climático, que tienen un impacto en los sistemas alimentarios. Un estudio realizado por Leupolz-Rist, Cantarero y Toruño (2017), analizando 25 modelos climáticos globales, refleja que, siguiendo la tendencia actual de las emisiones gases efecto invernadero, a finales del siglo 21 las temperaturas en el país podrían aumentar hasta 4°C y las precipitaciones reducirse hasta 14 por ciento en el corredor seco, afectando no solamente la producción agrícola, sino también la producción pecuaria ante un incremento en el Índice de Temperatura y Humedad (ITH)[12] por encima del umbral de confort para los rumiantes.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2010), indica que las temperaturas y precipitaciones óptimas que maximizan la producción pecuaria, son de 27.7°C y 1,691 mm anuales respectivamente. Sin embargo, en el primer cuatrimestre del año se han registrado temperaturas por encima de los 40°C en algunas regiones del país (Acosta, 2020). Por su parte, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) (2020), alerta que probablemente las precipitaciones para la estación lluviosa de este año, serán inferiores a lo normal en la región.

Es muy probable que en el contexto del COVID-19, surjan nuevos retos para la producción de alimentos, que repercutirán en un incremento directo del hambre y la pobreza, esta vez, a través de la disrupción de la cadena de distribución de alimentos, conformada por una compleja red de interacciones, en la que participan productores, campesinos, insumos, agroindustrias de transformación, almacenamiento, transporte, comercialización y consumidores. La Asociación de Productores y Exportadores de Nicaragua (APEN), alerta que los precios de los alimentos perecederos (frutas y hortalizas) han empezado a disminuir en las últimas semanas, debido a las bajas ventas reportadas por la cuarentena voluntaria que ha implementado una buena parte de la población. Esta tendencia a mediano y largo plazo, podría provocar pérdidas considerables de productos perecederos, debido a la baja capacidad de almacenamiento, transformación y agregación de valor que predomina en el país (Oswalt, 2020).

En términos socioeconómicos, la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y Social (FUNIDES) (2020), proyecta que las consecuencias de la pandemia podrían ser tan dramáticas ante la falta de mecanismos de protección social y los niveles elevados de informalidad laboral[13] que prevalecen en el país. El desempleo y la pobreza podrían incrementarse hasta 10.3 y 36.9 por ciento respectivamente en 2020. Esto expondría a los grupos más vulnerables a una crisis alimentaria y nutricional. FUNIDES resalta, que la inversión del Estado en la protección de los sistemas alimentarios, es uno de los lineamientos esenciales, no sólo para garantizar la producción y disponibilidad de alimentos, sino también como una estrategia para estimular la economía ante esta crisis.

La reducción de la productividad por los efectos del cambio climático, la recesión económica y las restricciones de movilidad producto de las medidas sanitarias ante la pandemia, amenazan con poner en riesgo los medios de vida, las actividades productivas y los ingresos para los campesinos, productores y consumidores. En un país dependiente del sector agroalimentario como Nicaragua, la combinación de estos riesgos puede tener consecuencias desproporcionadamente duras en los grupos más vulnerables, especialmente, porque el 85 por ciento de la producción de alimentos del país, está en manos de pequeños y medianos productores[14] de recursos y condiciones limitadas. Ante el inicio del ciclo agrícola 2020-2021, es necesario revalorizar y adoptar medidas urgentes que protejan y mantengan el funcionamiento de la cadena de suministro de alimentos ante la conjugación de estos riesgos.

La FAO (2020b) recomienda que los responsables de la formulación de políticas alimentarias, deben dirigir esfuerzos para proteger los sistemas alimentarios de sus países, y, por el contrario, no endurecer las condiciones de suministro de alimentos para evitar una potencial catástrofe. Algunas de las acciones que deben priorizarse para dar alivio tanto a los productores como consumidores, para garantizar el suministro, acceso y disponibilidad de los alimentos en los próximos meses, son: La reducción temporal del IVA y otros impuestos, la revisión de las políticas fiscales aplicadas a los bienes e insumos importados, la prevención de cualquier limitación comercial, el desarrollo de protocolos que permitan movilizar productos alimenticios a las zonas rurales, el acceso a insumos clave asequibles, energía barata y mercados competitivos a todos los niveles.

A medida que los retos para la seguridad alimentaria aumentan y cruzan fronteras, debemos redoblar esfuerzos para reducir la vulnerabilidad en todas sus dimensiones y fortalecer la resiliencia de los sistemas alimentarios. Para lograr esto, se requieren acciones coherentes y eficaces que tomen en cuenta tanto aspectos socioeconómicos como ambientales, que permitan dar un acompañamiento crítico que asegure el buen funcionamiento del sistema alimentario, las actividades productivas y el comercio durante la pandemia.


[1] El informe rastrea los números y las ubicaciones de las personas que más necesitan alimentos de emergencia, nutrición y asistencia de medios de vida.

[2] La inseguridad alimentaria aguda se produce cuando la incapacidad de una persona para consumir los alimentos adecuados pone su vida o sus medios de vida en riesgo inmediato.

[3] La clasificación de la Fase Integrada de Seguridad Alimentaria (también conocida como escala IPC, por sus siglas en inglés), es una escala estandarizada que integra información sobre seguridad alimentaria, nutrición y medios de vida. La escala comprende valores entre 1 y 5. Un IPC Fase 3 indica que al menos el 20 por ciento de los hogares tienen brechas significativas en el consumo y disponibilidad de alimentos. A partir de esta Fase es necesario tomar medidas urgentes para proteger los medios de vida y disminuir las brechas de consumo y disponibilidad de alimentos (FSIN, 2020).

[4] Este es el nivel más alto de inseguridad alimentaria y desnutrición documentado por la FSIN desde la primera edición del informe en 2017.

[5] Según la FSIN (2020), los principales impulsores del hambre fueron: conflictos (77 millones de personas en inseguridad alimentaria aguda), fenómenos climáticos (34 millones de personas) e impactos económicos (24 millones de personas).

[6] Según la FAO, que monitorea a las langostas del desierto, este enjambre se cataloga como un brote en este momento, y no como una plaga, pues esta se define como una infestación generalizada de una o más regiones durante al menos un año (ONU, 2020b).

[7] Según la FAO (2014), esta plaga migratoria figura entre el grupo fitófagos que representan uno de los principales desafíos para la seguridad alimentaria mundial.

[8] Esta región de África se caracteriza de que haya uno o ningún ciclón por año, sin embargo, las lluvias provocadas por dos que se produjeron en 2018 y ocho en 2019, generaron las condiciones húmedas propicias para la proliferación de las langostas.

[9] Según World Wildlife Fund (WWF), si bien no se ha obtenido evidencia definitiva, la teoría más aceptada hasta el momento, es que el virus SARS-CoV-2 es el resultado de la recombinación entre dos virus zoonóticos diferentes, provenientes de dos animales silvestres, uno cercano al RaTG13 encontrado en murciélagos del género Rinopholus y el otro encontrado en el pangolín malayo (Manis javanica) (WWF, 2020).

[10] Por ejemplo; VIH, SARS, Dengue, H1N1, Zika, MERS, Ébola, etc., son como el cambio climático, desastres provocados por el hombre debido al abuso de la naturaleza.

[11] Este fenómeno climático afectó significativamente su puntaje en el índice comprendido en el período 1997-2018, y refleja el grado de vulnerabilidad que tiene Nicaragua hacia un evento climático de dicha naturaleza.

[12] Permite estimar el grado de estrés térmico que sufre un animal relacionado con los cambios de temperatura superficial. Según Farm Animal Welfare Education Center (FAWEC) (2015), por cada unidad de ITH>72, la producción de leche por vaca día-1 puede disminuir hasta 0.2 kg. Un ITH<74 representa el umbral de confort para los rumiantes (Leupolz-Rist et al., 2017).

[13] Según el Instituto Nacional de Desarrollo (INIDE), el 47.4 por ciento de la población nacional, tienen empleos que son retribuidos por debajo del mínimo salarial, o que no aprovecha completamente su capacidad laboral. Estos se caracterizan por ser de tiempo no completo (INIDE, 2020).

[14] Según el IV Censo Nacional Agropecuario (CENAGRO), en Nicaragua, el 85 por ciento de los productores tienen explotaciones agropecuarias menores de 50 mz (CENAGRO, 2012).


Referencias incluidas en el documento en PDF

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